Por Sebastian Porrini
La frase que he tomado como título de este artículo se aplicará a la actual realidad de muchas sociedades (por no decir todas) de nuestro mundo. Y esa relación parte de la siguiente premisa: el proyecto global de sociedad que se lleva a cabo bajo los auspicios de la posmodernidad líquida ya no se sustenta sobre una ideología en pugna entre supuestas derechas / izquierdas, sino en el desmantelamiento definitivo de todo principio sagrado, como ya se lo logró en las esferas económica (capitalismo), política (democracia republicana) y cultura – educación (igualitarismo homogeneizante). ¿Qué queremos decir cuando hablamos de principio sagrado? En primer lugar, lo que se debe tener en cuenta es que, para las antiguas sociedades, el ser humano formaba parte de un universo de orden natural, en el que imperaba una jerarquía, creada ex profeso, que se reflejaba tanto en el orden del conocimiento como en la vida cotidiana de las relaciones jurídicas, económicas y hasta artísticas. La misma palabra “universo” (camino hacia el Uno o Unidad) hacía referencia a ese orden, del que el ser humano era parte y en el que se hallaba explicada y justificada su existencia en esta dimensión de la manifestación divina. Ningún ser humano se imaginaba, por ello mismo, aislado de la sociedad, toda vez que su misma existencia estaba íntimamente justificada por su pertenencia a un orden mayor. Recordemos que cuando Aristóteles define al hombre como “animal político” no nos habla sólo de una actuación electoral, sino de una pertenencia vital que cualifica al ser humano como tal en tanto se halla enraizado en una comunidad. Si se le propusiera a un antiguo miembro de una sociedad que se desgajara sin motivo de su comunidad de pertenencia (porque por una noble causa, como lo era una guerra de defensa, una empresa de conquista, o una acción colectiva, lo habría hecho) de seguro su respuesta habría referido que antes preferiría la muerte, como lo determina el ostracismo griego, máxima pena aplicable a un ciudadano de la polis.
Esa cosmovisión trascendente se ha visto desvirtuada (o subvertida) por una visión inmanente, que concibe a las actividades totales de la vida como meros hechos sin ninguna importancia más allá de lo medible de manera empírica, es decir que convierte a la vida del ser humano en un tiempo y acción sin ninguna finalidad que lo abarque. Con la modernidad (a partir del siglo XV), Occidente se entrega a una tarea de dominio de la naturaleza y de la vida en sí que convierten la existencia en lucro; no por nada, la usura condenada en la antigüedad y en la cristiandad se entroniza como forma económica del “desarrollo” de la actividad mercantil, productiva y artesanal[1]. Con ello viene de la mano la profanación de la actividad política que deja de lado el principio del “Bien común” (justificado por el aristotelismo como fin de toda sana política, y por la escuela de Salamanca, en los siglos XVI y XVII) por el mecanismo de la autoridad estatal en manos de una clase nueva: la burguesía, dueña de los medios de producción y por ello reserva de los “nuevos derechos” que se irán consagrando (perdón por la palabra, pero el lenguaje jurídico ha tergiversado la semántica) contra la voluntad absoluta de los reyes empoderados por el Leviatán concentrador. Estado y clase se defenderán en sus mayúsculos privilegios hasta que la misma burguesía dé el salto final contra el “antiguo régimen” al que apostrofó como un sistema que se mantenía contra el mismo pueblo. El absolutismo que benefició a los mercaderes, fue abandonado como piel muerta de una serpiente que mudaba en un ropaje nuevo de beneficios particulares. Cada paso dado en torno de una modernidad que deslumbraba con sus “luces” a los conspicuos pensadores de la nueva era iba confirmando el nuevo orden de la inmanencia sin Dios, sin un más allá al que religar el universo y el hombre. Con el siglo XIX, con su cientificismo extremo, el golpe de gracia a la cosmovisión trascendente pareció definitivo. Sin embargo, lo que se echa por la puerta vuelve, retorna, transformado (enmascarado, diríamos) en andas del arte. La reacción barroca (que significó el último intento completo de abarcar la ciencia, la filosofía, la política y el arte en un programa de fundamentos religiosos) en el siglo XVII, sobre todo en los países católicos, batalló contra ese nuevo orden desgajado de la trascendencia. Pero la victoria del relativismo religioso que se implantó con la Paz de Westfalia fue su derrota. Hasta que la reacción romántica, nacida en los mismos países de confesión protestante, puso en tela de juicio la luminosidad falsamente trascendental del kantismo y sus derivaciones. Porque intuyó, magistralmente, que el mundo fenoménico descripto por el filósofo de Königsberg soslayaba aquello que la razón nopuede llegar a explicar. En la literatura de Hoffmann, Poe, Mary Shelley, se coló la fantasmagoría de lo fantástico como una bandera de lo que se había expulsado como obra de las mal llamadas luces. O quizás no, porque en el fondo, no es lo mismo la claridad esplendente de la Verdad, que la luz a la que siempre se le escapan zonas de sombra.
Todo este prólogo tiene, paciente lector, un fin. En la plataforma Netflix, en estos días, están transmitiendo dos series de ocho capítulos con base policial. Ambas transcurren en la ya reconocible Inglaterra de los mejores detectives. Pero, lejos de la pulcra acción de un Holmes (más allá de su afecto por la cocaína) lo que se plantea es que, en una sociedad aparentemente satisfecha de sus logros económicos, de su éxito material, se manifiesta un acuciante vacío de toda forma de espiritualidad, sin que este término pueda abarcar las prácticas domingueras de los supuestos fieles o, los intentos yóguicos de los hippies reconvertidos en yuppies. Las series llevan por nombre “Engaños” y “No hables con extraños”. No es mi intención asumir una crítica cinematográfica (que está muy lejos de mi capacidad) sino de su contenido, de su temática y de su substrato ideológico. Vamos por partes.
“Engaños” se desarrolla en una sociedad adinerada, con miembros que esconden secretos turbios de un pasado escandaloso. Los castillos nobiliarios que habitan nada tienen que ver con el remoto tiempo de la nobleza, sino con la enriquecida burguesía que busca sus falsos blasones administrando, para ello, los peores remedios. Y no es una metáfora esto último, sino la más llana de las imágenes de un grupo familiar que se dedica a la industria farmacéutica y con ello controla y maneja sus sucios intereses. Pero, entre sus integrantes, hay notables miembros de un colegio de élite en el que, cuando eran estudiantes, desarrollaban extraños rituales bajo el paraguas de toda sociedad secreta que se precie. La muerte de uno de los asistentes habilita los peores comportamientos, ya sea por su intento de “barrer bajo la alfombra” (en este caso, palaciega) la propia culpa, ya sea por quitar del medio a los culposos asistentes que se aflojan ante las consecuencias.

En el segundo caso, “No hables con extraños”, la serie comienza con una “fiesta” en medio de un bosque donde un grupo de jovencitos incitados por drogas y alcohol se dan al desenfreno de sus apetitos sanguinarios. Una alpaca aparece degollada, y un compañero es encontrado por la policía desnudo e inconsciente. De allí, hacia una trama que no develaré para no quitarle atractivo a la serie. Pues, lo que importa en ambos casos es la presencia de lo oscuro, lo inexplicable, en medio de la trama enigmática del policial. Un misterio se devela, un enigma se resuelve. Tengamos en cuenta esta sutil diferencia.
En ambos casos, una parodia de ritual. En ambos casos, un elemento oscuro, impensable en una “sociedad moderna” que se precia de valores sustentados en la racionalidad, un elemento incomprensible surgiendo desde un rincón negado u olvidado. Lo que parecía ya “primitivo” o definitivamente negado, regresa. Desde el miedo, desde la curiosidad, desde la insatisfacción… eso se lo dejamos a los analistas de raíz psicologista. Porque lo que nos interesa, al menos a nosotros, es el hecho de que una serie televisiva recupere un elemento que, el cine clásico tenía bien presente: el elemento sobrenatural está, aunque se lo retome como parodia. Y esa parodia no acaba, como se imaginará el lector, en un final feliz que remede la sátira de Woodstock. Es más: en torno de este último tópico de la contracultura oficial de los ’60, podemos observar muy atinadamente que en la segunda serie, “No hables con extraños”, de manera tangencial, el personaje que representa al padre de uno de los jovencitos que participó de la fiesta “satánica”(¿?) es un claro representante del sincretismo banal (pero peligroso) de la New Age, ese movimiento que recoge restos de religiones, sin dogmas obviamente, y los refunde en una papilla cómoda de nirvanas psicodélicos y alegrías narcóticas para burgueses aburridos en busca de “espiritualidad”.

Chesterton decía que cuando el hombre deja de creer en Dios comienza a creer en cualquier cosa. Sin embargo, una creencia implica una operación metafísica que obra sobre la psiquis de quien la ejerce. Por ello, desde la antigüedad, las sociedades manejaron esas fuerzas con códigos, cánones y preceptos. Nada quedaría librado al azar o capricho personal, sino al sistema que orienta y guía al adepto, feligrés o iniciado. En cambio, en estos tiempos de liquidez posmoderna, con la inconsciencia de que el ser humano su propio dios, todo está permitido. Pero las fuerzas son las mismas. No cambian por obra de la moda. Y el mal y el bien están allí. Lo que se cree un juego de una fiesta de alcohol y excesos es más peligroso de lo que se acepta apaciblemente. Y la sociedad posmoderna vine jugando con esas fuerzas con la inconsciencia de un adolescente a quien se le regala un último modelo…
[1] Recordemos las condenas que Dante refleja a los usureros en su Divina Comedia. Canto XV. Infierno.